La verdad es la primera víctima del poder; los archivos secretos, la segunda – Por GONZALO GUILLÉN

Comparte...

Nada incomoda más al poder que la información. Estoy repasando en estos días mis apuntes y escritos publicados en El Nuevo Herald y The Miami Herald durante la primera década de este siglo. Son 22 fólderes A-Z llenos de noticias e investigaciones que produje como corresponsal en Colombia y en algunos países de Centro y Suramérica. Fue una etapa feliz de mi carrera que ya suma medio siglo, durante la que ejercí la libertad de prensa a un ritmo vertiginoso y con una amplitud que nunca antes había experimentado. Practiqué mi oficio con recursos suficientes y sin pedir permiso.

La mayor parte del tiempo en el que tuve ese empleo privilegiado el presidente de Colombia fue Álvaro Uribe Vélez. Gobernó a sangre, corrupción y fuego durante ocho años (2002-2010), amangualado con el narcotráfico y el paramilitarismo. Duró ocho porque compró al congreso —compuesto con mayorías criminales que luego fueron a la cárcel— para reformar la Constitución Nacional en el artículo que prohibía alargar el período presidencial inamovible de cuatro años y también la reelección.

El resultado de hacer periodismo con perseverancia y sin rodilleras me convirtió, por mi propio impulso, en uno de los peores azotes para Uribe. Él mismo llamaba al periódico para exigirle al director que me despidiera, creyendo que se trataba de uno de los medios colombianos que censuran a sus periodistas, mal pagados además, y los convierten en sirvientes de las fuentes oficiales que les asignan.

Cuando no llamaba él mismo al diario a pedir mi cabeza, ponía en esa tarea a su jefe de prensa, César Mauricio Velásquez, cabecilla y santurrón de la horda cristiana conocida como Opus Dei, con contrato de abstinencia perpetua y tendencia, también perpetua, a contemplar con ansiedad a los alumnos de la Universidad de la Sabana, de la que era prelado de corbata y flagelante de cilicio y látigo penitencial. Hoy está condenado penalmente, en segunda instancia, por ser cómplice de la guerra sucia que la extinta policía política DAS ejerció durante la era de Uribe contra opositores y periodistas; entre ellos, yo. Velásquez era uno de los lacayos que metía por los garajes de la presidencia al jefe del narcotráfico Severo Antonio López Jiménez, alias “Job”, cuando iba a pedirle cuentas a Uribe. El apodo le vino del Job de la Biblia de la mesa de noche de César Mauricio Velásquez. Después, el gobierno lo mandó matar porque sabía demasiado.

César Mauricio Velásquez huyó de la justicia apoyado por Uribe, que lo nombró embajador en El Vaticano, y luego se quedó en Roma, donde lo escondió la secta en una confortable residencia para guarecer a religiosos de conductas extraviadas.

 

Velásquez tampoco pudo conseguir mi despido y la táctica cambió: mandaron comisiones de colombianos turbios residentes en la Florida y a estas también les resultó imposible que yo bajara la cabeza o que me la cortaran en el diario.

Alguna vez me visitó en mi casa un funcionario de la embajada de los Estados Unidos para comunicarme que Uribe contemplaba asesinarme, tema que días más tarde traté a fondo con la embajadora en Colombia de ese tiempo, la señora Anne Patterson. La reunión tuvo lugar en el Hilton Miami Airport durante un receso de un evento internacional sobre narcotráfico en América Latina que se celebró allí y del cual escribí una nota de registro.

Eran otros tiempos y eran otros Estados Unidos, si bien un senador demócrata de la Comisión de Relaciones Exteriores le envió una carta oficial a Uribe en la que le exigía respeto por mi vida y por mi trabajo. El senador era Barak Obama y su pronunciamiento fue pedido por Carlos Lauría, entonces dirigente del Committee to Protect Journalists (CPJ), de Nueva York, y hoy buen amigo mío y Director Ejecutivo de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).

Las llamadas mafiosas al diario que hacían Uribe y Velázquez, pararon, merced al señor Obama. Únicamente continuaron operando en mi contra la guerra sucia y el sabotaje del DAS y pronto los podré documentar con todo detalle en los archivos de esa organización criminal estatal, los que el presidente Gustavo Petro ordenó desclasificar y poner a disposición del público.

“La luz del sol es el mejor desinfectante”, dijo Louis Brandeis, célebre magistrado de la Corte Suprema de Estados Unidos y defensor radical de las libertades civiles, especialmente la libertad de expresión y el derecho a la privacidad.

Por los mismos días en que Uribe quería asesinarme, él también le había pedido a Estados Unidos que encerrara a Colombia con un bloqueo naval y aéreo, igual al que en ese tiempo había extendido alrededor de Irak. Desde el primer día de su gobierno se bajó los pantalones ante Washington con el exclusivo propósito de que no lo persiguiera por su evidente participación en el narcotráfico, pues el Departamento de Estado lo tenía clasificado como el narcotraficante número 82, como consta en el documento del 23 de septiembre  de 1991 titulado “Narcotics – Colombian Narco-trafficker Profiles”. Fue preparado por el Defense Intelligence Agency (DIA). Allí, Uribe está descrito como “político colombiano y senador dedicado a la colaboración con el Cartel de Medellín a altos niveles del gobierno”, “vinculado a un negocio relacionado con narcóticos en EE. UU.” y “amigo personal cercano de Pablo Escobar”.

Como corresponsal del Herald, reporté los desquiciados propósitos de Uribe para bloquear a Colombia y recogí declaraciones del entonces Defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes, quien con valentía y serenidad lo paró en seco y le exigió “hacer uso de nuestra limitada soberanía”. Le dijo que pedir un bloqueo y comparar a Colombia con Irak “le crea un daño enorme al país. Debemos ser un país digno y solamente por razones de pudor no podemos hacer explícitos nuestros reducidos márgenes de maniobra institucional, festinarlos de esa manera”.

El excanciller Augusto Ramírez Ocampo también me entregó una declaración con la que describió la propuesta de Uribe como “un enorme despropósito, totalmente inviable y fuera de lugar”. Incluso, en los mismos Estados Unidos el pedido de bloqueo de Uribe a su propio país fue visto como un acto repugnante de traición a la patria.

Como he dicho, son 22 fólderes A-Z de periodismo independiente, dentro de los cuales guardo profusas revelaciones de los nexos que le he hallado a Uribe con el narcotráfico y casos como el del ministro de Defensa Jorge Alberto Uribe Echavarría, cuya amante era narcotraficante convicta y pasaba las noches con ella en la cárcel El Buen Pastor mientras afuera lo esperaba su escolta oficial de quince camionetas blindadas, algunas de ellas suministradas por la embajada de Estados Unidos como parte de su cooperación en la llamada guerra contra el tráfico de cocaína. Para tratar de apabullar este descubrimiento que hice y documenté de manera incuestionable, me echaron encima a la prensa que llamo comemierda y aun así el que se fue no fui yo sino ese ministro, un señorón de lo que llaman “empresariado antioqueño”.

El Herald decayó con los años casi hasta la extinción por múltiples factores, más o menos los mismos que han llevado al raquitismo penoso o a la ruina total a los grandes medios del mundo libre.

Alguna vez, años después de mi retiro, pasé cerca al magnífico edificio del Herald, de mitad del siglo XX. Era como un trasatlántico atracado al borde de la brillante y azul Bahía de Biscayne; su diseño era parte del movimiento arquitectónico Miami Modern o “MiMo”. Lo estaban demoliendo y me acerqué a presenciar esa muerte a punta de estruendosos martillazos hidráulicos. Un obrero de casco me dijo que resultaba casi imposible destruirlo debido a la solidez con la que fue construido. Pero que lo lograrían. Entonces, le pedí que me regalara algunos guijarros y me dejó pasar a escogerlos entre los escombros. Aquí los tengo, en mi estudio, como se guardan en otras partes pedazos de huesos o mechones de grandes próceres y mártires.

Fuente: La Nueva Prensa



Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *